jueves, 5 de diciembre de 2013

Isabel II: una niña en el trono

La coronación de Isabel II, 1843

Al ser declarada su mayoría de edad, Isabel pasaba legalmente de niña a mujer, pero la realidad distaba mucho de ser así. Con apenas trece años y un mes había quedado a su cargo la dirección de un país y la difícil tarea de conciliar a progresistas y moderados y crear así una etapa de calma tan necesaria para España, pero que sin embargo no llegó a producirse.

No se puede decir de ella que no pusiera empeño y la mejor de las voluntades, pero su condición hizo que desde el principio se intentara manejar su voluntad, lo que unido a su carácter excesivamente bondadoso hizo el resto. A menudo se encontraba en conflicto entre lo que realmente quería, movida por sus impulsos infantiles, y lo que debía hacer, como así la aconsejaban sus tutores de turno. No hay que olvidar que, aunque su relación con María Cristina nunca fue buena o al menos como debería ser entre una madre y una hija, entre otras cosas porque ésta estaba ahora más preocupada por asegurar un buen futuro para su nueva familia con Fernando Muñoz, Isabel nunca la desobedeció.

Retrato de Isabel II en
su adolescencia
Son muchos los momentos de excesiva generosidad a lo largo de su reinado, y muchos también aquellos en que Isabel se verá abrumada por continuas peticiones contradictorias a las que no será capaz de enfrentarse e imponerse por ser demasiado inocente o débil.

Uno de los episodios más sonados –y menos claros también– en este sentido es el ocurrido el 28 de noviembre de 1843 y que tiene como protagonista a Salustiano Olózaga, un hombre ambicioso y vanidoso que conocía bien a la Reina de su época como ayo.

Presidente del gobierno desde el día 20 de ese mismo mes, al ver insatisfechas sus peticiones a las Cortes de mayoría moderada, intenta hacer valer su cargo y disolverlas. Para ello se presenta ante Isabel con tres decretos: los dos primeros eran condecoraciones, la primera para Luis Viardot, traductor francés del Quijote y la segunda para Morejón, magistrado liberal perseguido por Fernando VII en 1823. El tercer documento es el decreto de disolución de las Cortes, que la Reina acaba firmando a pesar de que hubiera dudado al principio. Parece ser que todo se desarrolla de forma cordial y amistosa e incluso Isabel le entrega una caja de bombones para su hija.

Isabel II, la reina niña
Pero aquí empiezan la confusión y el juego de versiones. Para la mayoría, Isabel se había resistido al principio a aceptar una decisión tan drástica, pero habría firmado al asegurarle Olózaga que sólo era una medida de precaución, para ser utilizada más adelante cuando hiciera falta y mientras le decía esto, le señalaba el lugar de la firma… o le guiaba la mano. Pero Isabel firmaba.

La Reina, inmersa en su inocencia, no se preocupa de lo que acaba de hacer hasta que la marquesa de Santa Cruz, de nuevo en su papel de aya, le pregunta –disimuladamente y bien aleccionada por los moderados– qué es lo que ha firmado, a lo que Isabel contesta distraidamente que un decreto para la disolución de las Cortes. Los moderados, que pensaban encontrarse con la dimisión de Serrano, ministro de Guerra, tropezaron con una sorpresa mayor.

Rápidamente, Narváez y los demás prepararon una nueva versión de los hechos: Olózaga habría ido a ver a Isabel y le habría presentado los decretos a firmar, a lo que ella se habría negado. Sería entonces cuando el hábil político habría cerrado la puerta de la habitación con llave –cosa difícil pues tal puerta no tenía cerrojo–, la habría obligado a sentarse cogiéndola del vestido y tomándole la mano habría obligado a la niña a firmar.

Isabel II
Cuando Olózaga había compartido con sus allegados su hazaña y suponiendo que la reacción a su acto no se hará esperar, decide ir a Palacio y se encuentra con que su cargo es ocupado ahora por González Bravo, al tiempo que se le entrega un comunicado con su cese por orden de la Reina. Días después, y aunque se le había librado de la culpa, marchó al exilio, con un profundo odio hacia Isabel y esperando venganza.

Este conflicto causado por la inocencia de una niña y la malicia de un hábil político podría haberse resuelto de otro modo, atendiendo a la verdad, pero lo que se buscaba era desprestigiar a Olózaga e inhabilitarlo para el ejercicio de la política. Los moderados habían conseguido quitar de en medio a dos de las figuras más importantes de su oposición, pero en el camino habían comprometido al Trono.


Al mismo tiempo, María Cristina estaba preparándolo todo para su vuelta, con un objetivo: casar a sus hijas. 

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